Como los árboles que habita, Diego Pun ha visto discurrir el paso de los siglos desde que naciera en un bosque de laurisilva hacia el siglo XVIII. Siempre fue un juglar loco, un eterno adolescenete que trepaba a la copas de los árboles y desde los cielos alzaba la voz en grito y recitaba y cantaba los romances que él mismo inventaba, casi siempre en lenguas imposibles que solo él era capaz de pronunciar. Hoy, Diego Pun parece haber sentado la cabeza, aunque sigue siendo un ermitaño de alma cándida que acerca las historias a los transeúntes que se cruzan en su camino y se las revela con la misma lucidez que se presentan los sueños.

Nos vimos por la mañana en un claro de pinos, aunque he de confesar que llegó un poco tarde. Apareció descalzo, con un hatillo al hombro y un palo retorcido por bastón. Diego Pun no necesita mapas, pero a veces se detiene a conversar con los pájaros y a escuchar el silbido del alisio entre las hojas. Ante la primera pregunta, el joven juglar, de semblante imperturbable y carácter sereno, decide remangarse el bajo del pantalón y sentarse en un toscón, adoptando una postura meditativa.

¿Quién es Diego Pun?

«No puedo responder a esa pregunta porque Diego Pun soy yo, pero también es el otro. Como en los libros que, a partir de las historias ajenas, descubrimos secretos que con tanto recelo escondíamos de nosotros mismos. Soy un ser solitario, porque solo en esa soledad concibo la libertad de mi espíritu, pero necesito del resto para dotar de sentido mi existencia. Soy uno entre tantos, la locura me eleva al mundo de la magia, pero las personas me atan al mundo terrenal. Y en este espacio límbico es donde Diego Pun desea habitar: quiero querer, soñar, jugar, errar, despertar, tropezar, caer y rodar. No siempre por ese orden. Vivo en el aire, como una nube».

¿Qué recuerdas de tu infancia?

«Recuerdo ser un niño feliz, un poco ensimismado. Nunca se me dio muy bien escribir, por eso disfrutaba escuchando a los mayores y contando yo mis propias historias. Mi momento favorito del día era la hora de irse a la cama, cuando mi madre me leía los cuentos y se alongaba para darme un beso, iluminando con el eucalipto de su pelo la oscuridad de la noche. Mi cuarto olía a hojarasca húmeda, a barbusano. Y en verano a mango, hinojo y vainilla. A las lentejas con azúcar de mamá. A veces el señor Viera y Clavijo se pasaba por mi casa y me preguntaba cosas que yo nunca sabía responder y, sin embargo, él anotaba y marchaba con prisa para hacer no sé qué de una gaceta. Un poco como tú ahora».

¿Qué haces en tu día a día?

«Huir de la mentira malintencionada, caminar sin rumbo y pensar en formas diversamente divertidas de acallar el dolor de un niño. Me abrazo a los árboles cuando intentan arrancarlos de cuajo y aprendo a lidiar con mi propia torpeza: confieso que soy mucho más ágil en el mar que en la tierra. Me gusta a veces adentrarme en el Monte del Agua y comer de sus frutos. Aunque soy invisible a los ojos, hablo con las eses atlánticas y la fuerza de un bufadero, y por eso bajo al pueblo y canto romances a todos los que estén dispuestos a oír de verdad. Cuando asoman las luciérnagas, parto con ellas y duermo en la oquedad de un árbol, soñando con principitos y mujeres piratas y monstruos espeluznantes y criaturas extrañas y…».

¿Qué esperas del mañana?

«Espero que venga a mí como una flor que brota del suelo rompiendo la piedra. Pese a mis devaneos y meteduras de pata, me encandilan las posibilidades de las nuevas tecnologías: me divierte tanto la plaza del mercado como las historias de Instagram. Creo que con humildad y respeto al pasado, a los grandes clásicos que alumbraron el mundo primero, debemos construir una senda propia. Deseo improvisar y no tener nunca que hacerme mayor para no olvidarme de jugar, de querer bien a mis amigos o de imaginar. Y quiero conducir una guagua».

Con media sonrisa en la cara, haciendo un esfuerzo por mostrarme profesional, me apresuro a preguntar: «¿Una guagua?». Pero entonces él estalla en una carcajada, literalmente estalla, se esfuma y desaparece con la brisa, sin levantar polvo, sin apenas hacer ruido, dejando vacío el toscón. Y yo me quedo solo con cientos de preguntas que, estoy seguro, pronto desvelaré como un niño que halla el color por primera vez. Y Diego Pun estará al final del arcoíris. Cuando salgo de mi asombro y me dispongo a partir del lugar, cae sobre mi cabeza una hoja verde escrita con letra diminuta y caligrafía irregular: «Ojalá los lectores, pequeños y mayores, me acompañen en esta gaceta, en esta bitácora de viaje que nos invita a descubrir el placer de la buena literatura y, a la vez, reflejarnos en el espejo de las historias».

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